miércoles, 20 de mayo de 2009

Cuentos de Mario Benedetti (todos)

Cuentos de Mario Benedetti
A imagen y semejanza
Mario Benedetti
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Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.
La muerte y otras sorpresas
Andamios
Mario Benedetti
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“...Javier se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía no había asimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería evaluar con serenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar para sí mismo la importancia de una imagen que le resultaba aterradora.
No obstante, el dieciochoañero Braulio está allí, inoportuno pero ineludible, y no se siente con ánimo de rechazarlo. Además, su presencia inopinada le despierta curiosidad.
- Sentate. ¿Querés comer algo?.
- No. Ya almorcé. En todo caso, cuando termines de comer, a lo mejor te acepto un helado.
Javier queda a la espera de una explicación. La presunta amistad con Diego no es suficiente.
- Te preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice que siempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste exiliado, en España creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia.
Javier calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.
- Aquí los muchachos de mi edad estamos desconcertados, aturdidos, confusos, qué sé yo. Varios de nosotros (yo, por ejemplo) no tenemos padre. Mi viejo, cuando cayó, ya estaba bastante jodido y de a poco se fue acabando en la cafúa. Lo dejaron libre un mes antes del final. Murió a los treinta y ocho. No es demasiada vida, ¿no te parece?. Otros tienen historias parecidas. Mi viejo es una mujer vencida, sin ánimo para nada. Yo empecé a estudiar en el Nocturno, pero sólo aguanté un año. Tenía que laburar, claro, y llegaba a las clases medio dormido. Una noche el profe me mandó al patio porque mi bostezo había sonado como un aullido. Después abandoné. Mi círculo de amigos boludos es muy mezclado. Vos dirías heterogéneo. Bueno, eso. Cuando nos juntamos, vos dirías que oscilamos entre la desdicha y el agobio. Ni siquiera hemos aprendido a sentir melancolía. Ni rabia. A veces otros campeones nos arrastran a una discoteca o a una pachanga libre. Y es peor. Yo, por ejemplo, no soporto el carnaval. Un poco las Llamadas, pero nada más. El problema es que no aguanto ni el dolor ni la alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija. Por otra parte, el hecho de que seamos unos cuantos los que vivimos este estado de ánimo casi tribal, no sirve para unirnos, no nos hace sentir solidarios, ni entre nosotros ni con los otros; no nos convierte en una comunidad, ni en un foco ideológico, ni siquiera en una mafia. Somos algo así como una federación de solitarios. Y solitarias. Porque también hay mujercitas, con las que nos acostamos, sin pena ni gloria. Cogemos casi como autómatas, como en una comunión de vaciamientos (¿qué te parece la figura poética?). Nadie se enemora de nadie. Cuando nos roza un proyecto rudimentario de eso que Hollywood llaman amor, entonces alguien menciona el futuro y se nos cae la estantería. ¿De qué futuro me hablás?, decimos casi a coro, y a veces casi llorando. Ustedes (vos, Fermín, Rosario y tantos otros) perdieron, de una u otra forma los liquidaron, pero al menos se habían propuesto luchar por algo, pensaban en términos sociales, en una dimensión nada mezquina. Los cagaron, es cierto. Quevachachele. Los metieron en cana, o los movieron de lo lindo, o salieron con cáncer, o tuvieron que rajar. Son precios tremendos, claro, pero ustdes sabían que eran desenlaces posibles, vos dirías verosímiles. Es cierto que ahora están caidos, descalabrados, se equivocaron en los pronósticos y en la medida de las propias fuerzas. Pero están en sosiego, al menos los sobrevivientes. Nadie les puede exigir más. Hicieron lo que pudieron ¿o no?. Nosotros no estamos descalabrados, tenemos los músculos despiertos, el rabo todavía se nos para, pero ¿qué mierda hici-mos?. ¿Qué mierda proyectamos hacer?. Podemos darle que darle al rock o ir a vociferar al Estadio para después venir al Centro y reventar vidrieras. Pero al final de la jornada estamos jodidos, nos sentimos inservibles, chambones, somos adolescentes carcamales. Basura o muerte. Uno de nosotros, un tal Paulino, una noche en que sus viejos se habían ido a Piriápolis, abrió el gas y emprendió la retirada, una retirada más loca, vos dirías hipocondríaca, que la de los Asaltantes con Patente, murga clásica si las hay. Te aseguro que el proyecto del suidcidio siempre nos ronda. Y si no nos matamos es sobre todo por pereza, por pelotudez congénita. Hasta para eso se necesita coraje. Y somos muy cagones.
- Vamos a ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿El también anda en lo mismo?.
- No. Diego no. No integra la tribu. Yo lo conozco porque fuimos compañeros en primaria y además somos del mismo barrio. Quizá por influencia de sus viejos, Diego es un tipo mucho más vital. También está desorientado, bueno, moderadamente desorientado, pero es tan inocente que espera algo mejor y trata de trabajar por ese algo. Parece que Fermín le dijo que hay un español, un tal Vázquez Moltalbán, que anuncia que la próxima revolución tendrá lugar en octubre del 2017, y Diego se da ánimos afirmando que para ese entonces él todavía será joven. ¡Le tengo una envidia!.
- ¿Y se puede saber por qué quisiste hablar conmigo?.
- No sé. Vos venís de Españá. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles encontraron otro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos años en Madrid me sostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad, somos boludos y allá son gilipollas. Y en cuanto a las hembras, la diferencia es que aquí tienen tetas y allá tienen lolas. Y también que aquí se coge y allá se folla. Pero tal vez es una interpretación que vas llamarías baladí, ¿no?, o quizá una desviación semántica.
- ¿Querés hablar en serio o sólo joder con las palabras?. Bueno, allá hay de todo. Para ser ocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen nivel. No es necesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las tardes frente a un bar, en la calle, y zamparse litronas de cerveza, apoyándolas en los coches estacionados en segunda fila, pero concurrir noche a noche a las discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta del bakalao”, nada de eso sale gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y les compran motos (son generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores más encumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna Curva de la Muerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en sentido contrario).
- Después de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.
- No jodas. Y está la droga.
- Ah no. Eso no va conmigo. Probé varias y prefiero el chicle. O el videoclip.
- Quiero aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los drogadictos, son los escandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos, pero de todos modos son una minoría. No la tan nombrada minoría silenciosa pos-Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que quieren vivir y no destruirse, que estudian o trabajan, o buscan afanosamente trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no es culpa de los jóvenes), que tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadía de tener hijos; que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de los culebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas que el desencanto es una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo diría que más que desencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar. Pero también hay jóvenes que viven y dejan vivir.
- ¡Ufa! ¡Qué reprimenda!. Te confieso que hay tópicos de tu franja o de las precedentes o de las subsiguientes, que me tienen un poco harto. Que el Reglamento Provisorio, que el viejo Batlle, que el Colegiado, que Maracaná, que tiranos temblad, que el Marqués de las Cabriolas, que el Pepe Schiaffino, que Atilio García, que el Pueblo Unido Jamás Será Vencido, que los apagones, que los cantegriles, que Miss Punta del Este, que la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que la Vuelta Ciclista, que las caceroleadas, que la puta madre. Harto, ¿sabes lo que es harto?. Con todo te creía más comprensivo.
- Pero si te comprendo. Te comprendo pero no me gusta. Ni a vos te gusta que te comprenda. No estoy contra vos, sino a favor. Me parece que en esta ruleta rusa del hastío, ustedes tienden de a poco a la autodestrucción.
- Quién sabe. A lo mejor tenés razón. Reconozco que para mí se acabaron la infancia y su bobería, el día (tenía unos doce años) en que no lloré viendo por octava vez a Blanca Nieves y los 7 enanitos. A partir de ese Rubicón, pude odiar a Walt Disney por el resto de mis días. ¿Sabés una cosa?. A veces me gustaría meterme a misionero. Pero eso sí, un misionero sin Dios ni religión. También Dios me tiene harto.
- ¿Y por qué no te metes?.
- Me da pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer niño hambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y no son lágrimas lo que ellos precisan.
- Claro que no. Pero sería un buen cambio.
- De pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la cuenta de cuánto se mata hoy día en nombre de Dios, cualquier dios?.
- Quién te dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios. No estaría mal. Siempre que además fuera sin diablo.
- ¿Creés que algún día podré evolucionar de boludo a gilipollas?.
- Bueno, sería casi como convertir el Mercosur en Maastricht...”

“ANDAMIOS”
(Montevideo - Buenos Aires - Madrid - Puerto Pollensa
(1994 - 1996. )
EDITORIAL ALFAGUARA
El cumpleaños de Juan Ángel
Mario Benedetti
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“Son exactamente las once menos cinco cuando suena el disparo y el vidrio de la bandera se hace añicos a menos de dos metros de Marcos dormido.
Abundantes puteadas a nivel de susurro. Con el segundo tiro todas esas hasta poco antes enhiestas jirafas se transfoman en planísimos lagartos (pero hay una brutal hermosura en esta alfombra de cuerpos tendidos a la buena de Dios).
- Te siguieron, tarado - dice Luís Ernesto brutalmente a Agustín.
- Te siguieron, botija - le dice suavemente Marcos y sonríe con resignación.
Como los albañiles se pasan los ladrillos ellos se pasan las armas (y la de Juan Angel pesa como él jamás imaginó que pudiera pesarle) y ex Osvaldo decide que éste es el momento de jubilar para siempre a su ex narciso, aunque no sin antes maldecirse por haber ahorrado inútilmente el semen fructuoso y no haber besado más muchachas en la edad en que nada hay tan importante como besar muchachas y recordar de pronto falsas maravillas tales como malvones diávolos picaflores mecanos ombligos pipas sanguijuelas alicates pirañas gramófonos candiles y otros infantiles motivos de estupor que el tiempo del adulto desprecio se encargaría luego de poner en su sitio. Acabo de descubrir que hace por lo menos tres minutos que no tengo miedo.
Se decide que burlarán la emboscada escapándose por las cloacas y que Marcos se quedará, voluntario, para cubrirles la retirada. Uno tras otro van bajando por el pozo metafórico:
- Ojalá vivas, Marcos - dice Edmundo y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Pedro Miguel al tiempo que lo abraza transido e indeciso en su lupas de miope. Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Olga mientras lo besa y llora y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Domingo que lo toca sin tocarlo y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Agustín que no se atreve a sentirse en pecado. Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Ernesto envolviéndolo en su afecto tentáculo. Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Vera, muchacha pabilo con una minúscula llama en los ojos. Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Hugo, que lo abraza casi paternalmente (pero su voz despreocupada no le gusta a Osvaldo). Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Rosario mientras lo acaricia con su adiós apacible.Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Estela que es la única que lo besa en la boca (con miedo con derecho con costumbre) y se pierde en el pozo.
- ¿Sabes? - le dice Juan Angel a Marcos por decir algo - hoy es mi cumpleaños. Confieso treinta y cinco pero también son veinte diecisiete catorce.
Marcos lo mira sin preguntas y no le dice “que los cumplas feliz” aunque podría decirlo. Juan Angel lo mira por última vez y lo ve generoso como una hormiga modesto como un búfalo fiel como un oso colmenero.
- Ojalá vivas, Marcos - piensa -. Y se pierde en el pozo.”


* De este Marcos tomó su “nombre de guerra” el Subcomandante Marcos, lider del Ejército Zapatista
de Liberación Nacional (EZLN), según lo comunicó él mismo a Eduardo Galeano en carta pública.
(O sea que aquellos “ojalá” de sus compañeros se cumplieron: Marcos vivió.)

Fragamento de “El
Cumpleaños de Juan Ángel (1971), extraído de “EL AGUAFIESTAS La
biografía” (Madrid, 1996)
EDITORIAL ALFAGUARA
El Niño Cinco Mil Millones
Mario Benedetti
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En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que podía ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día eligieron al azar un niño Cinco Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su primer llanto.
Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni acaso tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer ya tenía hambre. Un hambre atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, éstos tocaron tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de camellos o de vacas. También con el esqueleto del niño 4.999.999.999.
El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre y sed, pero su madre tenía más hambre y más sed y sus pechos oscuros eran como tierra exahusta. Junto a ella, el abuelo del niño tenía hambre y sed más antiguas aún y ya no encontraba en si mismo ganas de pensar o creer.
Una semana después el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en consecuencia disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar superpoblado.
El Otro Yo
Mario Benedetti
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Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: "Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable".
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
El sexo de los ángeles
Mario Benedetti
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Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.
Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.
Así, cada vez que Angel y Angela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales.
Y si Angel, para abrir el fuego, dice: "Semilla", Angela, para atizarlo, responde: "Surco". El dice: "Alud" y ella, tiernamente: "Abismo".
Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.
Angel dice: "Madero". Y Angela: "Caverna".
Aletean por ahí un Angel de la Guarda, misógino y silente, y un Angel de la Muerte, viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.
El dice: "Manantial". Y ella: "Cuenca".
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.
Angel dice: "Estoque", y Angela, radiante: "Herida". El dice: "Tañido", y ella: "Rebato".
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.
Eso
Mario Benedetti
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Al preso lo interrogaban tres veces por semana para averiguar «quien le había enseñado eso». Él siempre respondía con un digno silencio y entonces el teniente de turno arrimaba a sus testículos la horrenda picana.
Un día el preso tuvo la súbita inspiración de contestar: «Marx. Sí, ahora lo recuerdo, fue Marx.» El teniente asombrado pero alerta, atinó a preguntar: «Ajá. Y a ese Marx ¿quién se lo enseñó?» El preso, ya en disposición de hacer concesiones agregó: «No estoy seguro, pero creo que fue Hegel.»
El teniente sonrió, satisfecho, y el preso, tal vez por deformación profesional, alcanzó a pensar: «Ojalá que el viejo no se haya movido de Alemania.»
La Noche de los Feos
Mario Benedetti
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1.
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos - de la mano o del brazo - tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿que está pasando)", le pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba transpasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo como qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
2.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme ( y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tube que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos ( al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados , felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
(1966)
La Tregua
Mario Benedetti
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“¿Usted ve alguna salida?
Lo que es yo, por mi parte, no la veo.
Hay gente que entiende lo que está pasando, pero se limitan a lamentarlo. Falta pasión, ese es el secreto de este gran globo democrático en que nos hemos convertido. Durante varios lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la objetividad es inofensiva, no sirve para cambiar el mundo, ni siquiera para cambiar un país de bolsillo como éste. Hace falta pasión, y pasión gritada, o pensada a los gritos, o escrita a los gritos. Hay que gritarle en el oído a la gente, ya que su aparente sordera es una especie de autodefensa, de cobarde y malsana autodefensa. Hay que lograr que se despierte en los demás la verguenza de sí mismos, que se sustituya en ellos la autodefensa por el autoasco. El día que sientas asco de tu propia pasividad, ese día te
convertirás en algo útil.”

“LA TREGUA”
(Montevideo - 1960)
Los Pocillos
Mario Benedetti
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Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana."
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.
"No."
"¿Querés que te sea sincero?"
"Claro."
"Me parece una idiotez de tu parte."
"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos."
La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez."
"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.
Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano."
"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.
"No", respondió José Claudio. "Fijate vos por mí."
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."
"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte."
"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
"No lo dejes hervir", dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."

Montevideanos 1959
Persecuta
Mario Benedetti
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Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.
Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.
Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

Despistes y Franquezas 1990
Rutinas
Mario Benedetti
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A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.
Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.
"¿Qué fue eso?", preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: "Fue una bomba". "¡Qué suerte!", dijo el niño. "Yo creí que era un trueno".
Sábado de Gloria
Mario Benedetti
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Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mi sentir como la humedad me va enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso -la certeza del feriado- me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra. Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da nausea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es nausea sino miedo, un miedo horroroso.
Eso no significa que piense en la muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza rota o despanzurrado en medio de doscientos preocupados curiosos que se empinaran para verme y contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el postre en el almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido en veinticinco minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora antes a la tienda y me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a fuego lento, de manera que no tengo mas que lavarme las manos y tragar la sopa, la milanesa, la tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme otra vez a la caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o treinta operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi libreta al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis cartas de rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al ingles o al alemán.
Dos veces por semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos en un cine donde ella llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros días ella va a ver a su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías, cuyos propietarios -dos gallegos y un mallorquín- ganan lo suficiente fabricando bizcochos con huevos podridos, pero mas aún regentando las amuebladas mas concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a casa, ella esta durmiendo o -cuando volvemos juntos- cenamos y nos acostamos en seguida, cansados como animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones entre mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama a sí mismo un pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el crimen y yo la página de deportes.
Los comentarios quedan para un sábado como éste. (Porque en realidad era un sábado, el final de una siesta de sábado). Yo me levanto a las tres y media y preparo el té con leche y lo traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa revista a la rutina semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a las cinco menos cuarto para escuchar la hora del bolero. Sin embargo, este sábado no hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí en el elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y, como yo seguía inmutable, me agredió con algo mas temible y solapado como la descripción simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa, claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba el tramite reconciliatorio. Yo no tenía inconveniente en ser el primero, como en tantas otras
veces, pero el sueño empezó antes de que terminara el simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio blanco de esta siesta.
Por eso, cuando ví que llovía, pensé que era mejor, porque la inclemencia exterior reforzaría automáticamente nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos habitaciones, donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pense nada malo. Siempre se queja al despertarse.
Pero cuando se despertó del todo e investigue en su rostro, la note verdaderamente mal, con el sufrimiento patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no nos hablábamos y le pregunté que le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía muy fuerte y estaba asustada.
Le dije que iba a llamar a la doctora y ella dijo que si, que la llamara en seguida. Trataba de sonreír pero tenia los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé que si no iba se asustaría mas y entonces bajé y llamé a la doctora.
El tipo que atendió dijo que no estaba en casa. No sé por qué se me ocurrió que mentía y le dije que no era cierto, porque yo la había visto entrar. Entonces me dijo que esperara un instante y al cabo de cinco minutos volvía al aparato e inventó que yo tenía suerte, porque en este momento había llegado. Le dije mire que bien y le hice anotar la dirección y la urgencia.
Cuando regresé, Gloria estaba mareada y aquello le dolía mucho mas. Yo no sabía que hacer. Le puse una bolsa de agua caliente y después una bolsa de hielo. Nada la calmaba y le dí una aspirina. A las seis la doctora no había llegado y yo estaba demasiado nervioso como para poder alentar a nadie. Le conté tres o cuatro anécdotas que querían ser alegres, pero cuando ella sonreía con una mueca me daba bastante rabia porque comprendía que no quería desanimarme. Tomé un vaso de leche y nada más, porque sentía una bola en el estómago. A las seis y media vino al fin la doctora. Es una vaca enorme, demasiado grande para nuestro departamento. Tuvo dos o tres risitas estimulantes y después se puso a apretarle la barriga. Le clavaba los dedos y luego soltaba de golpe. Gloria se mordía los labios y decía sí, que ahí le dolía, y allí un poco mas, y allá mas aún. Siempre le dolía más.
La vaca aquella seguía clavándole los dedos y soltando de golpe. Cuando se enderezo tenía ojos de susto ella también y pidió alcohol para desinfectarse. En el corredor me dijo que era peritonitis y que había que operar de inmediato. Le confesé que estabamos en una mutualista y ella me aseguró que iba a hablar con el cirujano.
Bajé con ella y telefoneé a la parada de taxis y a la madre. Subí por la escalera porque en el sexto piso habían dejado abierto el ascensor. Gloria estaba hecha un ovillo y, aunque tenía los ojos secos, yo sabía que lloraba. Hice que se pusiera mi sobretodo y mi bufanda y eso me trajo el recuerdo de un domingo en que se vistió de pantalones y campera, y nos reíamos de su trasero saliente, de sus caderas poco masculinas.
Pero ahora ella con mi ropa era sólo una parodia de esa tarde y había que irse en seguida y no pensar. Cuando salíamos llegó su madre y dijo pobrecita y abrígate por Dios. Entonces ella pareció comprender que había que ser fuerte y se resignó a esa fortaleza. En el taxi hizo unas cuantas bromas sobre la licencia obligada que le darían en la tienda y que yo no iba a tener calcetines para el lunes y, como la madre era virtualmente un manantial, ella le dijo si se creía que esto era un episodio de radio. Yo sabía que cada vez le dolía mas fuerte y ella sabía que yo sabía y se apretaba contra mi.
Cuando la bajamos en el sanatorio no tuvo mas remedio que quejarse. La dejamos en una salita y al rato vino el cirujano. Era un tipo alto, de mirada distraída y bondadosa. Llevaba el guardapolvo desabrochado y bastante sucio. Ordenó que saliéramos y cerró la puerta. La madre se sentó en una silla baja y lloraba cada vez más. Yo me puse a mirar la calle; ahora no llovía. Ni siquiera tenía el consuelo de fumar. Ya en la época de liceo era el único entre treinta y ocho que no había probado nunca un cigarrillo. Fue en la época de liceo que conocí a Gloria y ella tenía trenzas negras y no podía pasar cosmografía. Había dos modos de trabar relación con ella. O enseñarle cosmografía o aprenderla juntos. Lo último era lo apropiado y, claro, ambos la aprendimos.
Entonces salió el medico y me preguntó si yo era el hermano o el marido. Yo dije que el marido y el tosió como un asmático. "No es peritonitis", dijo, "la doctora esa es una burra". "Ah", "Es otra cosa. Mañana lo sabremos mejor." Mañana. Es decir que. "Lo sabremos mejor si pasa esta noche. Si la operábamos, se acaba. Es bastante grave pero si pasa hoy, creo que se salva". Le agradecí -no se que le agradecí- y el agregó: "La reglamentación no lo permite, pero esta noche puede acompañarla."
Primero pasó una enfermera con mi sobretodo y mi bufanda. Después paso ella en una camilla, con los ojos cerrados, inconsciente.
A las ocho pude entrar en la salita individual donde habían puesto a Gloria. Además de la cama había una silla y una mesa. Me senté a horcajadas sobre la silla y apoyé los codos en el respaldo. Sentía un dolor nervioso en los párpados, como si tuviera los ojos excesivamente abiertos. No podía dejar de mirarla. La sábana continuaba en la palidez de su rostro y la frente estaba brillante, cerosa. Era una delicia sentirla respirar, aun así con los ojos cerrados. Me hacia la ilusión de que no me hablaba sólo porque a mi me gustaba Margaret Sullavan, de que yo no le hablaba porque su compañero era simpático. Pero, en el fondo, yo sabía la verdad y me sentía como en el aire, como si este insomnio fuera una lamentable irrealidad que me exigía esta tensión momentánea, una tensión que de un momento a otro iba a terminar.
Cada eternidad sonaba a lo lejos un reloj y había transcurrido solamente una hora. Una vez me levanté y salí al corredor y caminé unos pasos. Me salió un tipo al encuentro, mordiendo un cigarrillo y preguntándome con un rostro gesticuloso y radiante "Así que usted también está de espera?" Le dije que si, que también esperaba. "Es el primero", agrego, "parece que da trabajo". Entonces sentí que me aflojaba y entre otra vez en la salita a sentarme a horcajadas en la silla. Empecé a contar las baldosas y a jugar juegos de superstición, haciéndome trampas. Calculaba a ojo el número de baldosas que había en una
hilera y luego me decía que si era impar se salvaba. Y era impar. También se salvaba si sonaban las campanadas del reloj antes de que contara diez. Y el reloj sonaba al contar cinco o seis. De pronto me hallé pensando: "Si pasa de hoy ..." y me entró el pánico. Era preciso asegurar el futuro, imaginarlo a todo trance. Era preciso fabricar un futuro para arrancarla de esta muerte en cierne. Y me puse a pensar que en la licencia anual iríamos a Floresta, que el domingo próximo -porque era necesario crear un futuro bien cercano- iríamos a cenar con mi hermano y su mujer y nos reiríamos con ellos del susto de mi suegra, que yo haría publica mi ruptura formal con Margaret Sullavan, que Gloria y yo tendríamos un hijo, dos hijos, cuatro hijos y cada vez yo me pondría a esperar impaciente en el corredor.
Entonces entró una enfermera y me hizo salir para darle una inyección. Después volví y seguí formulando ese futuro fácil, transparente. Pero ella sacudió la cabeza, murmuró algo y nada mas. Entonces todo el presente era ella luchando por vivir, sólo ella y yo y la amenaza de la muerte, sólo yo pendiente de las aletas de su nariz que benditamente se abrían y se cerraban, sólo esta salita y el reloj sonando.
Entonces extraje la libreta y empecé a escribir esto, para leérselo a ella cuando estuviéramos otra vez en casa, para leérmelo a mi cuando estuviéramos otra vez en casa. Otra vez en casa. Que bien sonaba. Y sin embargo parecía lejano, tan lejano como la primera mujer cuando uno tiene once años, como el reumatismo cuando uno tiene veinte, como la muerte cuando sólo era ayer. De pronto me distraje y pensé en los partidos de hoy, en si los habrían suspendido por la lluvia, en el juez inglés que debutaba en el Estadio, en los asientos contables que escrituré esta mañana. Pero cuando ella volvió a penetrar por mis ojos, con la frente brillante y cerosa, con la boca seca masticando su fiebre, me sentí profundamente ajeno en ese sábado que habría sido el mío.
Eran las once y media y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza de que acaso existiera. No quise rezar, por estricta honradez. Se reza ante aquello en que se cree verdaderamente. Yo no puedo creer verdaderamente en el. Sólo tengo la esperanza de que exista. Después me di cuenta de que yo no rezaba solo para ver si mi honradez lo conmovía. Y entonces recé. Una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración como para que no quedasen dudas de que yo no quería no podía adularlo, una oración a mano armada. Escuchaba mi propio balbuceo mental, pero escuchaba sólo la respiración de Gloria, difícil, afanosa. Otra eternidad y sonaron las doce. Si pasa de hoy. Y había pasado. Definitivamente había pasado y seguía respirando y me dormí. No soñé nada.
Alguien me sacudió el brazo y eran las cuatro y diez. Ella no estaba. Entonces el médico entró y le preguntó a la enfermera si me lo había dicho. Yo grite que sí, que me lo había dicho -aunque no era cierto- y que el era un animal, un bruto más bruto aún que la doctora, porque había dicho que si pasaba de hoy, y sin embargo. Le grité, creo que hasta lo escupí frenético, y él me miraba bondadoso, odiosamente comprensivo, y yo sabía que no tenía razón, porque el culpable era yo por haberme dormido, por haberla dejado sin mi única mirada, sin su futuro imaginado por mí, sin mi oración hiriente, castigada.
Y entonces pedí que me dijeran en donde podía verla. Me sostenía una insulsa curiosidad por verla desaparecer, llevándose consigo todos mis hijos, todos mis feriados, toda mi apática ternura hacia Dios.
Su amor no era sencillo
Mario Benedetti
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Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

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